La cara de Máximo se desfigura. La luz destella en su rostro y le da un aspecto siniestro. Máximo tiene siete años. La pantalla muestra una escena violenta. Máximo mira televisión. Solo. Una mujer está siendo violada en una película que él no debería ver hasta dentro de unos años. Pero la ve. Él piensa que se trata de un juego. Máximo sonríe en su inocencia.
En la habitación de al lado su madre grita. El puño de su padre deja huellas en un rostro ya curtido. Las Lágrimas de Amalia son inaudibles. Sus gritos se confunden con los acordes sincopados de la música que proviene del televisor.
Máximo sonríe.
Mira a un lado. Su padre abre la puerta de la habitación. Está agitado. Su rostro afiebrado presenta claras muestras de excitación. Algunas gotas ínfimas de sangre dibujan constelaciones de hemoglobina sobre su torso desnudo.
Amalia exhala por última vez.
Máximo cambia de canal. Ahora un concurso de baile muestra la excéntrica imagen de un personaje al borde del ridículo. El hombre descalifica a una de las bailarinas. La bailarina llora. Argumenta que ya no puede soportar que la maltraten de esa manera.
El hombre se abrocha la camisa. Sale de la casa. Máximo observa la retirada de su padre.
La puerta se cierra violentamente.
Máximo sigue escuchando el lamento de la bailarina hecha de siliconas.
Ahora apaga el televisor. El cuerpo de su madre permanece tendido sobre la cama.
Máximo se acurruca junto a él. Acaricia las mejillas ensangrentadas de Amalia. De a poco se queda dormido.
La última imagen que llega a su cabecita es la de una bailarina llorando.
Máximo duerme.
En algún otro living, desde algún televisor, una nueva pareja de baile muestra la alegría de un show destinado a toda la familia. A todas las familias.
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