martes, 30 de noviembre de 2010

Error de cálculo.

La agitación lo consume. La herida es demasiado grande. Bocanadas. Alguna de ellas puede ser la última. Una bala perforó su pulmón. Un mar sanguíneo le quita la respiración. La cosa salió mal. Un guardia de más. Los otros dos, los muertos, los que él mismo había masacrado ya no podían hacer nada. Doscientas lucas reposan a su lado. El bolso marrón que alguna vez le regaló su madre para que pudiera guardar la ropa destinada a vestirlo durante sus quince días de vacaciones en San Bernardo, era ahora la guarida de varios fajos de billetes de cien pesos.

Era guita sucia. Guita de la falopa. Lavada. Guita supuestamente perdida en un casino. El mismo casino que en los papeles pertenece al testaferro del Ciego Peralta.

El Ciego no es ciego, pero casi. Ve muy poco y lo ve todo. El ciego controla el negocio de la merca de toda la zona oeste. El ciego distribuye lo que quiere, cuando quiere. Sólo le cuesta el veinte por ciento de las ganancias que cada seis meses deposita en una cuenta que el gobernador de la provincia tiene en el exterior. Tiene la zona liberada, hace más de veinte años. Es una de las más importantes fuentes de ingresos de a quien le toque manejar los destinos provinciales. El ciego es formal. Impecable. Sus trajes y su elegancia lo asemejan más a un integrante del parlamento alemán que a un narcotraficante del conurbano bonaerense. Tiene 54 años. Tres hijas. Una de ellas es vedette. Merlina no se habla con su padre desde que le anunciara que iba a subirse a las tablas para mostrar su cuerpo con la excusa de bailar. Según su propio criterio, Merlina es una artista. Para su padre se trata de una putita de turno. La mayor, Samantha, es abogada y junto a otros dos colegas, son las personas de mayor confianza dentro del círculo de Peralta.

Samantha está a punto de cumplir su sueño de ser madre. Es soltera y nunca estuvo ni estará embarazada. Junto a Carla, su pareja, adoptaron a un nene de Paraguay. Decidieron bautizarlo Francisco, en honor a su abuelo fallecido. Don Francisco, el padre de Carla, era el dueño de una concesionaria de motos en Hurlingham.
Paquito, el hermano de Carla, no puede moverse. Cuando tenía dieciséis años, robó una de las motos del negocio de su padre. Tan sólo veinte metros después, intentando hacer una maniobra poco convencional, resbaló y cayó. No llevaba casco. El golpe dejó secuelas perpetuas. Ahora debe moverse en una silla de ruedas y tiene enormes dificultades para comunicarse.

A Paquito lo asiste Gisela, una acompañante terapéutica. Ella es la persona que más cerca está de él. Gisela eligió su profesión como una válvula de escape. Su padre es esquizofrénico. Ella no contó con la ayuda de nadie a la hora de hacerse cargo de él. Sólo su voluntad y su amor incondicional lograron darle sentido a la vida de don Manuel. Gisela se encarga de visitar a su padre dos veces por semana y es ella quien paga la cuota del geriátrico especializado en psiquiatría.
Don Manuel comparte habitación con Severino, un viejo cantante de tangos ya olvidado. Severino no está senil, está cansado. Se entretiene hablando con don Manuel de sus viejas epopeyas de cabaret, de sus conquistas amatorias y de sus largas noches de alcohol y morfina.
A Severino suele visitarlo su nieto Marcelo. Marcelo cobra un sueldo un poco menos que digno arriesgando su vida para cuidar el dinero y la propiedad privada de otros. Lleva una nueve milímetros sobre el lado derecho de su cintura y lo obligan a vestirse con un uniforme ridículo, como si se tratase de un disfraz barato oportuno para asistir a alguna fiesta temática. En la última visita le cuenta a su abuelo que finalmente va a salir de la mala. Que se decidió. Que se hartó de ser honesto. Que junto a dos amigos de la infancia van a afanarse la recaudación del Casino de Paso del rey. Le cuenta que en el blindado van el chofer, un compañero armado y él. Le cuenta que cuando alcancen el camión, él va a obligarlos a detenerse, que va reducir a su compañero y al chofer y que les va a abrir las puertas a Pepo y al Narigón Petronelli, sus antiguos compañeros de primaria y compinches del barrio de toda la vida.
El narigón se había encontrado con Marcelo hacía ya dos años en la estación de Morón. Éste le mintió, le dijo a Marcelo que trabajaba como cadete en un estudio contable. Le contó que todavía seguía en contacto con Pepo. Que todos los domingos se juntaban para ver a River en el barcito del rengo Filiberti. Marcelo volvió transitar su vieja amistad junto a ellos.
Fue una tarea fina. Poco a poco lo fueron convenciendo de dejar la mala. Sabían que Marcelo se dedicaba a custodiar blindados. Con la teka que podían sacar de un solo cargamento alcanzaba para borrarse y darse una vida de capos.

Domingo once y media de la noche. El camión carga novecientos mil pesos en fajos de cien y cincuenta. Marcelo bromea con Eduardo y Matías, su compañero de guardia y el chofer, respectivamente. Se encaminan hacia el lado de la autopista. Es un Domingo más. Pero no lo es.

El Renault Clio negro, con vidrios polarizados, robado hace dos semanas acelera su marcha. El narigón maneja como un profesional. Se pone a la par del blindado, le cruza el auto. Marcelo desenfunda su arma y apunta a la cabeza de Matías. Eduardo no sale de su asombro. Está shockeado. Ante el pedido de Marcelo le entrega su propia arma. El camión detiene su marcha. Marcelo le ordena a Matías que abra la puerta delantera y baja del camión junto a Eduardo.
Pepo baja del Clio con un FAL. Una primera ráfaga fusila a Eduardo. Marcelo no logra entender porqué matan a su compañero. Tampoco entiende porqué ahora Pepo le apunta a la cabeza. Es el último razonamiento de Marcelo. Cuatro balas le destrozan la cabeza. Pepo agarra a Matías de los pelos, lo arrastra hasta la puerta trasera del camión. Lo obliga a abrir la puerta. El narigón se baja del auto para ayudar a Pepo. Baja un bolso azul y uno marrón. Le entrega éste último a su compañero. Pepo empieza a guardar la guita en el bolso, apunta a Matías y lo intima a que lo ayude.
Una frenada se oye como el aullido de un perro al que acaban de lastimar. Pepo escucha el estampido. El narigón se da vuelta y dispara. Seis, siete, ocho veces. El auto del guardia de apoyo queda inutilizado. El narigón se sube al Clio con su bolso azul vacío. Matias se mea encima. No puede contener el llanto. Pepo siente como la espalda se le quema. Suena un segundo disparo, siente un pinchazo en su pierna derecha y un tercero que penetra en su torso, sobre el costado derecho, a la altura de las costillas.
El guardia de apoyo no estaba calculado. Ni siquiera Marcelo sabía de su existencia. Por Handy avisa a la policía. Pepo está tirado con sus piernas posadas sobre el asfalto y el tronco tendido sobre el césped crecido a la vera de la colectora de la autopista.
La agitación lo consume. La herida es demasiado grande. Bocanadas. Alguna de ellas puede ser la última. Una bala perforó su pulmón. Un mar sanguíneo le quita la respiración. La cosa salió mal. Doscientas lucas reposan a su lado.

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